jueves, septiembre 27, 2007

Actualidad

La tendencia de los últimos años se confirma y parece que el hurón se consolida como mascota. Detrás sigue avanzando la iguana esperando lentamente su momento.

Gana protagonismo también la operación conocida como himenoplastia, es decir, la reconstrucción y rerreconstrucción del himen las veces que haga falta. La televisión apunta con su ojo a la etnia gitana, a sus ancestrales costumbres sobre la virginidad y el matrimonio. La cultura islámica también está en el punto de mira. Una mujer gitana expresa su orgullo hacia esta tradición. A continuación, una doctora que lleva más de 10 años realizando la operación en cuestión, afirma que el 80% de sus clientes son gitanas.

Al presidente del Real Madrid, el tal Ramón Calderón lo retienen en el aeropuerto JFK de Nueva York. Lo confundieron con un narco colombiano. Dejando aparte de si este señor posee o no aspecto de narcotraficante, siguiendo un proceso de deducción espontánea cabe preguntarse lo siguiente. Si al presidente del Real Madrid lo confunden con un narco, ¿tomarán entonces al traficante en cuestión por el presidente del Madrid? ¿Es posible que le veamos en el palco del Bernabeu? ¿Será el club blanco más blanco que nunca?

El también presidente, pero de Irán, Mahmud Ahmadineyad, que lo han tomado por múltiples cosas, pero que se sepa nunca por narcotraficante, afirma que en su país simplemente no existe el "fenómeno" de la homosexualidad. Esto, que podría suponer un caso para los ex-agentes Mulder y Scully, tiene más que fácil respuesta. La homosexualidad en Irán no es que no sea aceptada, o que se encuentre prohibida, es que se encuentra castigada con penas que hasta pueden llegar a la ejecución.
Aunque a los hurones les queda mucho camino por recorrer antes de gozar del estatus adquirido por ciertos perros y gatos, parece que tal y como están las cosas a día de hoy resulta más fácil ser mascota en Europa que homosexual en Irán.

jueves, septiembre 20, 2007

Vuelva usted mañana

Quizás mi concepto de cuenta de ahorro sea algo extraordinario. Extraordinario porque está fuera del común de aquellos que -ahorradores o no- me rodean. Mi cuenta de ahorro, si es lícito llamarlo así, es una caja de zapatos.
Lejos de las vastas cristaleras con timbres en las puertas, de los enormes letreros que permiten ser leídos a muchos metros de distancia, de las ventanillas en la que habitan seres de enormes dioptrías, mi entidad financiera consta de un simple recipiente de cartón que yo mismo decoré una tarde de invierno.
Mi caja de calzados no ofrece intereses altos ni bajos, no genera más beneficio que el suyo propio, no pide rellenar formularios y nunca tengo a nadie delante en la cola cuando en ella ingreso mis beneficios.
Mi caja de zapatos no cuenta con guardias de seguridad, ni con horarios predeterminados. Tampoco entiende de números secretos, ni gusta de mandar correspondencia varias veces al mes para informar sobre la liquidez de los fondos.
Mi caja es un excelente empleado que nunca mostró un mal gesto, ni pronunció una sílaba más alta que otra, que nunca dijo "fuera de servicio" ni "vuelva usted mañana".
Mi caja de de ahorros decorada una tarde de invierno, apenas cuenta con medidas de seguridad. Tan sólo una tapadera que cualquiera podría abrirla, pues no requiere de ningún esfuerzo.
Y si llega el día en que un maleante, un curioso, un bobo, o un bromista la descubra, espero que al menos, deje mi viejo par de zapatos.

jueves, septiembre 13, 2007

Canadá, Canadá


Normalmente, cuando una persona normal y corriente acostumbra a pensar en Canadá, su cerebro emite la imagen de la policía montada. Aunque sea el segundo país más extenso del mundo, o una de las grandes potencias económicas, la primera idea que se nos viene a la cabeza cuando pensamos en el país norteño es la de unos tipos con graciosos uniformes rojos y ridículos sombreros de ala ancha. La culpa supongo que pertenece a los tópicos.
De la policía montada del Canadá se hizo una película, con este mismo nombre, del ínclito Cecil B. DeMille. Eso fue en 1940. El filme incluso se alzó con un oscar, al mejor montaje, en una ceremonia en la que triunfaron Hitchcock con Rebeca, John Ford con Las uvas de la ira y James Stewart con Historias de Filadelfia. Charles Chaplin, pese a estar nominado en diversas categorías por El gran dictador, se fue a casa con las manos vacías.
De Cecil B. DeMille me quedo sobre todo con Cleopatra, es decir con Elizabeth Taylor, que ya por entonces arrastraba cuatro matrimonios fallidos a sus espaldas antes de un quinto y un sexto (con sus respectivos divorcios) con Richard Burton, es decir, Marco Antonio. Después, se casaría una o dos veces más. Lo de esta chica, es algo vocacional.
También me quedo con la Liz Taylor de La gata sobre el tejado de zinc, donde tenía un gran competidor en cuanto hermosura. Y es que su pareja de rodaje era nada más y nada menos que el hombre que más heterosexualidades ha puesto en entredicho. Ese era Paul Newman. Y es que el amigo Paul borda su interpretación en esa adaptación a cargo de Richard Brooks del no menos brillante Tennessee Williams, protagonismo que repetiría años más tarde en Dulce pájaro de juventud, adaptación también de la obra de Williams, dirigida de nuevo por el señor Brooks. Pero si hubo un actor que alcanzó la maestría en los personajes de Tennessee ese fue el señor Marlon Brando. O debería llamarlo Stanley Kowalsky. Ya no se quien es quien. A Marlon Brando, que también ejerció de Marco Antonio y del que recientemente supe que gustaba de comer con las manos igual que su personaje de Un tranvía llamado deseo, curiosamente le arrebató ese año el oscar a la interpretación, Humphrey Bogart, por su papel en La reina de África. Debió de ser por la escena en que imita magistralmente a un chimpancé y a un hipopótamo. La Hepburn se descojonaba.
Igual que yo carcajeaba gracias a los cómics de mi infancia. A ellos les debo mucho. En concreto, a Lucky Luke y al fiel Rantamplán, les debemos yo y otros muchos que nos descubrieran la existencia de ese país tan injustamente olvidado que responde al nombre de Canadá. Me cuentan que el producto estrella de Canadá es el jarabe de arce. Habrá que consumir, digo yo.



viernes, septiembre 07, 2007

Once upon a business (2ª parte)

Me rediseñé a mi mismo igual que se reinventa una canción de Bob Dylan cantada por Bob Dylan, igual que una maruja jugando al parchís por internet contra un usuario de origen ucraniano. Fruto de este cambio de imagen de mi producto, y gracias a la tecnología propia del siglo XIX en forma de alambique, nació en la primavera del 82 el genuino y auténtico whisky elaborado a partir de una inteligente mezcla a base de maíz y suculentas castañas.
De mi paso por la biblioteca de Fort Summer, en la que me instruí convenientemente acerca de la eficaz fabricación de alcohol casero, aprendí que estas no son sino un receptáculo de auténticos chalados. Me resultó inevitable en aquellos días acordarme de aquellas palabras escritas por William Blake en las que exponía "las prisiones están construídas con piedras de ley, los lupanares con ladrillos de religión", en las que yo aún voy más lejos, afirmando que las bibliotecas están erigidas con baldosas de chifladura. Hagan la prueba si no me creen.
El caso es que mi nuevo producto resultó ser un éxito sin precedentes en mi peculiar existencia. El líquido espiritual castañáceo fue conocido desde la pequeña Fort Summer hasta Laredo, de modo que dos años después no había ser vivo que no hubiese probado mi licor en toda la región ubicada al oeste del Pecos. Podía decirse sin temor a equivocaciones que era un negocio pilongo. Pero no todo fueron alegrías.
Con el éxito conocí la imitación, con la imitación conocí la competencia, con la competencia conocí la adulteración, con la adulteración el rechazo y con este último, conocí a la señora bancarrota, que me succionó hasta el último de mis dólares. La más puta de todas las señoras. La situación pasó de un beige clarito a castaño oscuro.
Sentí una intensa zozobra, un pesimismo propio de aquel que posee la certeza que nunca va a levantar cabeza. Necesitaba respuestas, pues al igual que al Che Guevara o a un indolente estudiante universitario, me habían cambiado las preguntas. Años después y gracias a una voz nasal, descubrí que todas las respuestas están en el viento.