viernes, febrero 27, 2009

Cuestión de fe

Decía acertadamente un muy buen amigo mío, que la alopecia es una enfermedad descabellada. Yo mismo pude comprobarlo cuando comencé a ser espectador impotente de la caída de mi cabello. Y es que uno nunca está preparado para este tipo de cosas. Es como si una parte de tu cuerpo agonizara sin poder hacer nada, hasta que asistes a su definitivo fallecimiento.
Pero como yo no soy de los que se da por vencido a las primeras de cambio, busqué soluciones a mi problema. Los doctores no me daban ninguna válida, así que no tuve más remedio que acudir a otro tipo de expertos. Contacté con buhoneros y mercachifles, de esos que garantizan la cabelluda gloria a cambio del mísero oro. Adquirí un producto a uno de estos charlatanes de feria que según parecía era infalible. Mi pelambre resurgiría de sus raíces cual ave mitológica en el insignificante periodo de tres semanas. Pero si algo fue insignificante, fue el resultado.
Cuando asalté al ambulante armado de una feroz dialéctica, me indicó que el problema no era del milagroso fármaco, sino de mi descreida y escéptica actitud. De mi falta de fe, según sus palabras exactas.
Como la fe no me sobrevenía por sí sola tuve que ir a su encuentro. Me dediqué a buscarla en los diversos templos eclesiásticos, pero por más atención que prestaba a los discursos y declamaciones de los diferentes presbíteros no lograba apreciar ninguna referencia sobre madejas, mechones, flequillos, tupés, ni pelucas, que pudiera ayudarme a solventar mi preocupante problema. Pero no todo estaba perdido. Cierto día, en uno de esos santuarios, mientras los fieles se entregaban con entusiasmo a su doctrina y yo lo hacía a mis pensamientos, descubrí algo que me llenó de esperanza. Era la imagen de aquel tipo crucificado, que descansaba en una de las paredes del edificio. Tenía una prominente y bella melena. Aún había salvación para mi y mis filamentos.
Decidí buscar las respuestas por mi mismo consultando las fuentes bíblicas, ya que allí era donde estaban todas las enseñanzas de aquel joven revolucionario de aspecto desenfadado y larga cabellera. Al principio aquel libro resultó ser una lectura fascinante, pero contra más avanzaba menos entendía. Aquella obra estaba llena de contradicciones, donde tenía que estar continuamente leyendo entre líneas para encontrar algún mensaje que pudiera ayudarme. La cosa no estaba muy clara. De hecho, ni siquiera me quedaba claro de si el mesías llevaba el cabello largo o no.
Pero como en esta vida hay que elegir, yo decidí escoger que lo llevaba largo y que su volumen y extensión era directamente proporcional a la fe que profesaba en su padre, siendo el momento de mayor largura, el instante de su crucifixión, donde su fe se mantiene inquebrantable a pesar de lo delicado de la situación. Si el grado de fe era entonces equivalente a gozar de un hermoso cabello esto explica también la alopecia de San Pedro, siendo el momento de máxima tonsura cuando el posteriormente crucificado le dice aquello de "antes de que cante el gallo..." ante el escepticismo del tal Pedro.
Es así como logré convencerme de que sólo mediante la creencia en un ser superior misericordioso y a la vez despiadado lograría aquello que perdí, de modo que finalmente me entregué sin reservas al catolicismo con una fe inalterable a prueba de montañas movedizas. Y aunque gracias a la fe soy la envidia del vecindario gracias a mi radiante y bien parecida cabellera, ahora he desarrollado un miedo atroz a la posibilidad de terminar mis días en el infierno.

lunes, febrero 02, 2009

El penalti

Se atribuye la invención del penalti al portero y empresario William McCrum en 1890, en Milford, Irlanda del Norte. Se aplicaron por vez primera en Inglaterra en la temporada 1.891-92 y fue un tal Jon Heath del Wolverhampton Wandereres, el primero en ejecutar y marcar uno.
El tiro de penal como forma de desempate de los partidos fue ideada por el periodista Ramón Ballester, durante la edición del Trofeo Carranza de 1.962 celebrado en Cádiz. A mediados de los años 70, la FIFA estableció esta fórmula como modo de desempatar eliminatorias tras la prórroga.
Muchos son los penaltis que han pasado a la historia, de los cuales algunos entraron y otros no, y es que el penalti constituye esa delgada línea entre el éxito y el fracaso.
Quizás los más conocidos sean los ejecutados por Antonín Panenka y Johan Cruyff, pero la emoción del tiro desde once metros no sólo se vive en los grandes estadios.
Me cuentan que la mayor emoción vivida en un lanzamiento de penal no sucedió en Maracaná, ni en el estadio Azteca o el Camp Nou. Sucedió en la ciudad de Zaragoza, durante las tradicionales fiestas de la Virgen del Pilar. Un grupo de amigos, tras una noche de alcohol y algarabía toparon con un individuo que les ofrecía la posibilidad de alcanzar la gloria a cambio de unas monedas. Un único lanzamiento. Si entraba la pelota obtendrían un premio, en caso contrario, sólo les quedaría la compañera derrota. Los camaradas eligieron su campeón, como si de el rey David se tratase, y Goliat fuera el guardameta. La suerte estaba echada. La pelota entró por la escuadra en un golpeo extraordinario y todos aclamaron al héroe entre vítores. El premio, lejos de ser la copa Jules Rimet consistió en una botella de sidra de la que tuvieron que deshacerse porque fueron incapaces de abrirla.