Yo tenía treinta y tres años la primera vez que vi morir a Jesucristo, y para mi aquel momento no significó nada especial y mucho menos, emotivo. Ocurrió una áspera tarde de diciembre a través de la emisión de cierta película y gracias a la maravilla de la tecnología dada en forma de televisión a color.
Después, con el paso del tiempo le vi fallecer unas pocas de veces más, pero todas ellas significaron practicamente lo mismo que la vez primera. No sentí nada especial, en todo caso, indiferencia. Y algún que otro bostezo.
Sin embargo, la primera ocasión en que mis pupilas observaron el trágico desenlace de King Kong, éstas se conectaron con cierto órgano del cuerpo humano llamado corazón, el cual quedó hecho añicos.
También, con el mismo paso del tiempo sentí similar sobrecogimiento,- algo atenuado claro está con respecto al primer visionado- en cada ocasión que vi precipitarse a aquel primate de proporciones inmensas sobre el suelo de New York. No era justo, pero quizás no podía acabar de otra forma. O por lo menos en el sentido cinematográfico de la obra.
A todos nosotros nos ha ocurrido desear una y otra vez cambiar el curso de una determinada obra, ya sea literaria o cinematográfica, manteniendo una especie de remota y autoengañada ilusión, cada vez que la revisamos. Autopías de cada uno.
¿Por qué a muchos esto nos ocurre con un simio y no con un ser humano? Quizá, a cierta historia, le falte un final épico con unos pocos aeroplanos, el Empire State Building y el grisáceo asfalto de New York.
1 comentario:
Ahora lo entiendo todo
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