viernes, junio 29, 2007

Interrupción

Qué habría sido de Édith Piaf y La vie en rose
Qué habría sido de Gardel, de Jorge Negrete
Qué habría sido del poderoso silbido
de Josefina la cantante



Y qué habría sido de Robert Johnson y Charlie 'Bird' Parker
Qué habría sido de Rita Hayworth
con su Put the blame on mame



¿Qué habría sido de Camarón

de haber conocido la osadía

de la telefonía movil?



viernes, junio 22, 2007

El nuevo abogado


Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo.

Por su aspecto hace recordar poco el tiempo en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo quien está al tanto de ciertos detalles algo nota. Así fue como últimamente pude ver yo mismo a un ujier de los más simples que, admirado, contemplaba al abogado con la mirada profesional del carrerista consuetudinario del montón, y lo hacía cuando el abogado levantaba sus muslos para ascender paso a paso la resonante escalera de mármol.

La burocracia en general está de acuerdo con que se admita a Bucéfalo. Con asombrosa sabiduría sostienen que, de acuerdo con el orden social hoy imperante, Bucéfalo se encuentra en una situación especialmente difìcil y que por ello, así como por la importancia que tiene en la historia universal, merece se le tenga consideración.

Hoy -esto nadie puede negarlo- no hay ningún Alejandro Magno. Pero no son pocos los que saben asesinar; tampoco faltan quienes tengan suficiente habilidad como para traspasar al amigo con una lanza por sobre la mesa del banquete, y a muchos Macedonia les queda demasiado chica, de modo que maldicen a Filipo, el padre, pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Ya en aquél entonces las puertas de la India eran inalcanzables, pero el camino que a ellas conducía había sido marcado por la espada del rey. Hoy esas puertas están en otra parte completamente distinta, más lejos y más alto. Son muchos los que portan espadas, pero sólo para hacer esgrima, y quien quiera seguirlas con la mirada se pierde.

Quizá, por eso lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo: sumerjirse en los libros de derecho. Libre, sin tener que soportar la presión de los muslos del jinete, lejos del estruendo de las batallas de Alejandro, a la tranquila luz de una làmpara lee y vuelve las hojas de nuestros viejos libros.


Franz Kafka

viernes, junio 15, 2007

Rectilíneo

Yo, si tengo que hacer un obsequio, procuro siempre regalar palabras compuestas.
Así, acostumbro a gratificar a mis homenajeados con portalámparas, pisapapeles, cortaplumas puntiagudos, aguardientes con abrebotellas, cascanueces de Tchaikovsky, pasapurés que dejan cariacontecido, puntapiés para caraduras, mondadientes por Nochebuena, temtempiés con hierbabuena, matasuegras para cascarrabias, quitanieves, quitamiedos, quitamanchas, tragaperras para buscavidas, testaferros para malpensados, alzacuellos bienaventurados, rompecabezas para sabelotodos, sacapuntas de hojalata, salvavidas para benefactores, mapamundis para cejijuntos, trabalenguas de hazmerreír, guardarropas con telarañas, paracaídas para astronautas, micrófonos para cantamañanas, pararrayos, lanzallamas para malhumorados, tocadiscos para sordomudos, salvoconductos para hispanoamericanos...

Y si no les gusta, que los descambien por una bola loca.

viernes, junio 08, 2007

Desorientación

Ahora les contaré cómo una relación basada en la confianza y el respeto mutuo, acabó por romperse súbitamente al sentirse traicionada una de sus partes.
Corrían los principios del segundo milenio d.C. , cuando tras una breve pero detallada evaluación de mi situación, decidí calificar a la misma como de ferozmente desesperada. No era capaz de encontrar un empleo. Ni uno bueno, ni uno regular, ni siquiera uno de esos oficios denominados basura. Ninguno. Ausencia de. Ni oficio ni beneficio.
Decidí acudir a una de esas oficinas creadas a través de nuestras tan generosas instituciones para a ver si de esa manera, siguiendo los cauces administrativos correctos lograba mi propósito inmediato. De manera que concerté una primera reunión con el que a partir de ese instante sería mi orientador laboral. La persona que poseía la brújula del empleo.
La figura del orientador laboral se convirtió en parte importante de mi vida. De la noche a la mañana. Un día no sabía ni de la existencia de tal profesión y a las pocas semanas ya formaba una parte fundamental de mi existencia. Algo que no muchos habían logrado hasta entonces.
La relación entre mi orientador y yo estuvo siempre basada en los principios de cordialidad y de respeto entre ambos. Y la confianza mutua. Yo confiaba en él como consejero y el tenía confianza en mis posibilidades. Me lo hacía saber continuamente.
Pasado un año, la situación se fue tensando. Y es que en todo ese tiempo, apenas sí me procuré con su ayuda una colocación. Conseguí un empleo temporal como oso hormiguero, para lo cual tuve que mudarme a América Central.
Del empleo como oso hormiguero, he de decir que no fue una etapa muy agradable en mi vida. Se trataba de un trabajo realmente duro, que requería mucha entrega y dedicación. Al acabar cada jornada, yacía agotado fruto de tan enorme esfuerzo. A los tres meses fui relevado de mi cargo. Mi puesto fue desempeñado a partir de entonces por una fría y funcional aspiradora a la que habían ingeniosamente implantado un dispositivo que hacía que en lugar de atronar con su habitual horripilante sonido, sonara la simpática cancioncilla popular de la cucaracha.
Volví entonces a mi localidad habitual, de la que ya nada ni nadie me despegaría, retomando el contacto con mi asesor laboral. Mi consiliere profesional. Fueron meses de enorme actividad. Cursos, conferencias, curriculums depositados aquí y allá... ; todo lo que mi orientador me aconsejaba. Y yo cumplía con ello a rajatabla.
Fue entonces cuando cierto día, tras un nuevo recrudecimiento de nuestra relación en los días anteriores, tuvimos nuestra última sesión. En aquella reunión, su brújula debía de apuntar al norte, porque fue allí donde sugirió que debía marcharme a buscarme el jornal. Me sentí traicionado. Como ya he dicho, yo confiaba en él ciegamente. Hasta ese momento.
Abatido, abandonado y cabizbajo, sin moral y sin futuro, resulté que debía claudicar. Renunciar.
Y así fue como un 11 de febrero, prescindiendo de todo deber para con la sociedad, su normativa e instituciones, me lancé a la calle sientiéndome por primera vez como un ser libre, con tan sólo un cártel que desde entonces me acompañaría y que rezaba así: Se aceptan billetes.