viernes, junio 08, 2007

Desorientación

Ahora les contaré cómo una relación basada en la confianza y el respeto mutuo, acabó por romperse súbitamente al sentirse traicionada una de sus partes.
Corrían los principios del segundo milenio d.C. , cuando tras una breve pero detallada evaluación de mi situación, decidí calificar a la misma como de ferozmente desesperada. No era capaz de encontrar un empleo. Ni uno bueno, ni uno regular, ni siquiera uno de esos oficios denominados basura. Ninguno. Ausencia de. Ni oficio ni beneficio.
Decidí acudir a una de esas oficinas creadas a través de nuestras tan generosas instituciones para a ver si de esa manera, siguiendo los cauces administrativos correctos lograba mi propósito inmediato. De manera que concerté una primera reunión con el que a partir de ese instante sería mi orientador laboral. La persona que poseía la brújula del empleo.
La figura del orientador laboral se convirtió en parte importante de mi vida. De la noche a la mañana. Un día no sabía ni de la existencia de tal profesión y a las pocas semanas ya formaba una parte fundamental de mi existencia. Algo que no muchos habían logrado hasta entonces.
La relación entre mi orientador y yo estuvo siempre basada en los principios de cordialidad y de respeto entre ambos. Y la confianza mutua. Yo confiaba en él como consejero y el tenía confianza en mis posibilidades. Me lo hacía saber continuamente.
Pasado un año, la situación se fue tensando. Y es que en todo ese tiempo, apenas sí me procuré con su ayuda una colocación. Conseguí un empleo temporal como oso hormiguero, para lo cual tuve que mudarme a América Central.
Del empleo como oso hormiguero, he de decir que no fue una etapa muy agradable en mi vida. Se trataba de un trabajo realmente duro, que requería mucha entrega y dedicación. Al acabar cada jornada, yacía agotado fruto de tan enorme esfuerzo. A los tres meses fui relevado de mi cargo. Mi puesto fue desempeñado a partir de entonces por una fría y funcional aspiradora a la que habían ingeniosamente implantado un dispositivo que hacía que en lugar de atronar con su habitual horripilante sonido, sonara la simpática cancioncilla popular de la cucaracha.
Volví entonces a mi localidad habitual, de la que ya nada ni nadie me despegaría, retomando el contacto con mi asesor laboral. Mi consiliere profesional. Fueron meses de enorme actividad. Cursos, conferencias, curriculums depositados aquí y allá... ; todo lo que mi orientador me aconsejaba. Y yo cumplía con ello a rajatabla.
Fue entonces cuando cierto día, tras un nuevo recrudecimiento de nuestra relación en los días anteriores, tuvimos nuestra última sesión. En aquella reunión, su brújula debía de apuntar al norte, porque fue allí donde sugirió que debía marcharme a buscarme el jornal. Me sentí traicionado. Como ya he dicho, yo confiaba en él ciegamente. Hasta ese momento.
Abatido, abandonado y cabizbajo, sin moral y sin futuro, resulté que debía claudicar. Renunciar.
Y así fue como un 11 de febrero, prescindiendo de todo deber para con la sociedad, su normativa e instituciones, me lancé a la calle sientiéndome por primera vez como un ser libre, con tan sólo un cártel que desde entonces me acompañaría y que rezaba así: Se aceptan billetes.

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