No era fácil la venta de castañas en el salvaje oeste. Y más aún, si estas no eran pilongas.
Y es que, en un mercado basado fundamentalmente en el whisky, las prostitutas y el juego, a pesar de estar desabastecido de ciertos alimentos, la inclusión del rico fruto del castaño en la dieta de sus ciudadanos no parecía a priori una empresa asequible.
Fue un trece de septiembre de 1880 cuando llegué a Fort Summer con apenas un puñado de dólares y otro tanto de semillas, y, aunque supe que no iba a ser nada sencillo, tenía un propósito, que no era sino el resultado de mi testarudez. Nada ni nadie me movería de allí hasta que las plantas procedentes de la familia de las fagáceas tuvieran su reconocimiento.
Planté mis granos y esperé. En tanto crecían, me emborrachaba de vez en cuando y observaba con mimo como se eregían altivas mis plantas. No podía evitar sentirme orgulloso, como un padre con sus hijos.
Una mañana, Fort Summer despertó sin saber que ya nunca sería la misma.
-¡Castañaaaaaas! ¡Caastañaaaaaaas! ¡Compren castaaaañaaaas! ¡Sólo aquí! ¡Castañaaas!
Ni que decir tiene que me arrestaron por escándalo público. En contra de lo que muchas personas creen, puedo asegurar que durante el tiempo que pasé encarcelado no tuve derecho a ningún trabajo remunerado y mucho menos a un régimen de seguridad social.
Estar recluido me dio tiempo a reflexionar. Me había equivocado en mi mensaje. Olvidé aquel principio tan elemental de "temer lo que se desconoce". Tenía que presentar mi producto de otra manera. Disfrazarlo.
viernes, agosto 31, 2007
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