viernes, julio 18, 2008

Silencio en Manhattan

¿De qué manera se le hace saber a alguien que -perdón por la vulgaridad- tiene instalada una mariposa en pleno ojete?
Esta pregunta, que ya atormentaba a René Descartes en el siglo XVII no tiene aparentemente una fácil respuesta. Quizá, la alternativa más correccta sería optar por un muy diplomático - Disculpe señor, pero tiene usted en su trasero un lepidóptero del tamaño de la isla de Manhattan.
El caso es que se trataba de un insecto enorme, con su par de alas membranosas, posado sobre las nalgas de un tipo que portaba un estival sombrero de paja, ajeno completamente al hecho que se situaba literalmente sobre sus asentaderas.
Lo delicado del asunto es que aquel tipo y su gorro se disponían a subir al mismo transporte público que otros ciudadanos, los cuales más afortunados sin duda no tenían ningún parásito detrás que ellos supieran.
Nadie decía nada, silencio por silencio y cruce de miradas que expresaban lo mismo, pero todos hacían cábalas en sus mentes y sus mentes les decían a cada uno de ellos que todas las combinaciones posibles desembocarían en un resultado desagradable si la situación se mantenía intacta hasta la entrada del tipo en el autobús.
En cuanto al resultado final, es ya parte de la historia del transporte urbano.

martes, julio 08, 2008

Como me gustaría morirme

Fingirse borracho en compañía de John Huston, tal vez sea esto lo que más me ha divertido en la vida. Nunca olvidaré aquellas noches en Nueva Orleáns. En una de ellas, le oí decir a Huston que él deseaba morirse como su tío Alec. Desde que oí su historia deseo y también morirme como el tío Alec.

Un día, cuando Alec estaba ya muy enfermo, sonó el timbre de la casa y su esposa fue a abrir. Volvió a subir las escaleras y le dijo a su marido que era una prima que había venido a verle.

—Dile que me niego a verla –respondió Alec–. Es una pesada. No voy a desperdiciar con una pelma ni n minuto del tiempo que me queda.

Al oír esto, su mujer se enfadó mucho y le dijo que su prima había hecho un largo camino para verle, y que él tenía que ser educado y dejarla entrar y verla. Pero Alec fue inflexible.

—Dile que me he muerto –le sugirió.

Su mujer se negó a ello.

—Si eso fuera cierto –dijo ella– ya se lo habría dicho cuando llegó a la puerta.
—Bueno, entonces –dijo Alec–, ¿por qué no le dices que me acabo de morir y que no te has enterado hasta haber vuelto?

Su mujer tampoco quiso saber nada de esto.

—Ella querría entonces subir y verte –predijo.
—Déjala subir –replicó Alec–. Me haré el muerto.
—No puedes. No puedes contener la respiración durante todo ese tiempo.
—Ponme a prueba –contestó Alec.

Y eso exactamente fue lo que Alec hizo. Su prima entró y él permaneció completamente inmóvil, con los ojos medio cerrdos y reteniendo la respiración, y así fue como, simulando que había muerto, Alec se murió.


Enrique Vila-Matas